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lunes, 14 de marzo de 2011

Mozartianos Vs Beethoveños: El Proceso Creativo Musical

El misterio que subyace la génesis creativa se ilustra en el espíritu de dos músicos geniales que funcionaban de maneras distintas.

Artículo Publicado en la Edición Musical de la Revista Playboy Colombia - Noviembre de 2010

A lo largo de la historia de la música han existido pocos personajes como Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig Van Beethoven. Ambos han jugado papeles indiscutibles y cruciales en el desarrollo de la estética musical occidental. Sus creaciones son parte fundamental del canon, y se mantienen obligatorias en los repertorios de los grandes artistas mundiales.

Interminables discusiones sobre quién fue el “mejor” compositor han poblado el escenario musical. Ambos cuentan con fervorosos seguidores al mejor estilo de las barras bravas futboleras. Esta vez nos dedicaremos a comparar no sus obras como tal, sino los procesos que subyacen a la génesis creativa: las maneras en cómo este par de genios producían sus obras maestras.

El proceso creativo en la música, así como en las demás artes y en la ciencia, siempre tiene algo -o mucho- de misterioso. No hay fórmulas que garanticen el éxito y nunca hay claridad total de cuál será el resultado final. A veces la inspiración llega debido a un acontecimiento vivencial que busca ser expresado artísticamente. Otras veces la creación surge bajo presión, con la premura de entregar un trabajo que ha sido encargado con unos tiempos definidos.

Stravinsky afirmaba que la genialidad implica un 10% de inspiración y un 90% de transpiración. Incluso, los más dotados compositores fueron también apasionados y dedicados estudiosos de su oficio. Como quien dice, hay que trabajar.

Decidí escoger estos dos compositores porque según cuenta la historia, sus procesos de composición parecían diametralmente opuestos.

Mozart, catalogado como niño genio y prodigio de la música a muy temprana edad, describía su proceso creativo así: “cuando estoy solo conmigo mismo, mis ideas fluyen mejor y con más abundancia. Las que me gustan las recuerdo hasta que puedo preparar un buen plato con ellas; esto quiere decir: ajustado a las reglas del contrapunto, a las peculiaridades de los distintos instrumentos, entre otros. Suponiendo que nada me distraiga, el tema se va ensanchando, ordenando y definiendo en mi mente hasta que puedo verlo como un fino retrato o una bella estatua; de un golpe. Cuando procedo a escribir mis ideas, las saco de esta bolsa que se encuentra en mi memoria”.

Mozart, de alguna manera, sentía que sus composiciones le eran “dictadas”. Empezaban con una idea y poco a poco se iban hilvanando en su mente hasta convertirse en la obra completa. En ese punto era capaz de escuchar todas las partes en su totalidad. Una vez esto sucedía, era sólo cuestión de transcribirlo al papel, lo cual ocurría con “suficiente rapidez”.

De ahí se desprenden las historias de cómo Mozart era capaz de escribir mientras jugaba billar, o la vez que un mendigo le pidió dinero, y éste, al no encontrar nada en sus bolsillos, extrajo un pedazo de papel, escribió una melodía y le dijo: “llévala a un editor y te darán buen dinero”. La música estaba en él antes de que la transcribiera.

Beethoven, por otra parte, vivió una historia bastante diferente. Mientras la niñez de Mozart estuvo plagada de elogios gracias a su condición de niño prodigio, la de Beethoven se caracterizó por los abusos que le propinaba su padre, quien queriendo aprovecharse del talento de su hijo le restaba años a su edad, haciéndolo parecer menor; tratando de hacer de él un segundo Mozart, aunque con escaso éxito.

Esta infancia difícil y los muchos conflictos personales que marcaron su vida parecían reflejarse en el proceso creativo de Beethoven. Mientras que Mozart era un canal a través del cual la música fluía libremente y sin obstáculos, Beethoven luchaba ferozmente con sus obras. Mozart no hacía borradores y sus obras se volcaban enteras al papel, mientras que los manuscritos de Beethoven están repletos de tachones, como si cada nueva nota tuviera que pasar por un doloroso filtro antes de presentarse ante él. Las cortinas y paredes de las casas donde vivía permanecían “decoradas” con pentagramas, corcheas y claves de sol que eran rayadas con furia.

Originalidad

Mozart fue capaz de crear obras que reflejan la sutil armonía universal. Sus melodías fluyen como arroyos en primavera. Se han realizado estudios que demuestran que cuando las vacas escuchan a Mozart producen más leche, y que los niños que disfrutan de sus composiciones crecen más inteligentes: se trata del recientemente cuestionado “efecto Mozart”. Su música reconforta nuestro espíritu, lo apacigua. Mozart llevó la música de su época a la máxima expresión de la perfección casi sin proponérselo.

Beethoven, por otro lado, no perfeccionó lo que venía: lo cambió todo. Aunque empezó su carrera basándose en las técnicas de composición y en las formas establecidas, terminó dándole un rumbo totalmente nuevo a la música occidental; especialmente al final de su vida y su carrera, lo cual le generó una gran incomprensión por parte del público.

Aquel ferviente deseo de Beethoven por descubrir nuevas formas de expresión musical lo llevaba a estados de delirio y locura: la gente se burlaba al verlo tararear intensamente sus melodías mientras caminaba por las calles de Viena. Pero su recompensa se presentaba en la creación de obras sin precedente que escarban lo más profundo de las pasiones, las tragedias y las paradojas del alma humana.

Los músicos siempre estamos luchando por “encontrar nuestro sonido”. Nos pasamos interminables horas frente a nuestro instrumento o frente a la hoja pentagramada en blanco, buscando nuestra propia identidad musical, sin saber que esa identidad nos fue dada por el solo hecho de haber nacido. Cito a Mozart de nuevo: “…el por qué mis composiciones tienen eso que las hace mozartianas y diferentes de los trabajos de otros compositores, es tal vez por la misma razón que mi nariz es tan larga y aguileña, diferente a la de las demás personas, ya que en realidad no apunto a tener ningún tipo de originalidad.”

Habiendo dicho esto, si Beethoven no hubiera forcejeado interminablemente con cada una de sus notas, hoy no tendríamos La Sonata Patética ni El Concierto Emperador.

La olla creadora

Personalmente siento que el proceso creativo no tiene comienzo ni fin discernibles de una manera absoluta. Lo digo porque, contrario a lo que a veces se piensa, nunca se crea algo de la “nada”; más bien se crea a partir de lo que ya existe. Como músico que ha trabajado en diversos territorios, he tenido la experiencia personal -y conozco las experiencias personales de muchos colegas- de componer algo por el simple deleite que implica el acto de crear; y también me he visto en apuros a la hora de entregar algo que debo hacer por encargo y que debo terminar, esté inspirado o no.

Mi opinión es que la composición musical es un proceso que empezó desde que el hombre y la mujer descubrieron el sonido. Es una actividad que se ha venido replicando de un ser humano a otro; de cultura en cultura, y que ha evolucionado junto con el resto de la civilización.

Mozart no hubiera sido Mozart sin un Bach precediéndolo y ciertamente Beethoven no habría sido Beethoven sin Mozart. Se necesitó de un John Lennon para que apareciera un Kurt Cobain, de un Beny Moré para que fuese posible un Rubén Blades y de un Charlie Parker para que Miles Davis hiciera lo que hizo.

Las personas que hacemos música no deberíamos llevarnos todo el crédito de nuestras composiciones: cada pieza que se crea hoy en día contiene la historia entera de la música; un compositor es más como una olla en la que han confluido diversos ingredientes que producen platos a veces deliciosos y a veces no tanto. Pero más que ser el artista el que crea: es la música misma, la actividad musical, la que escoge manifestarse a través de aquel.

Mozart escribía su música aparentemente sin esfuerzo. Pero para que esa música fluyera se necesitaron interminables horas frente al teclado, leyendo partituras o escuchando las obras de otros compositores. Mozart entendía la música, pero no creó de la nada. De alguna forma podemos decir que su mente se las arregló para organizar de maneras nuevas lo que ya conocía, y luego las presentaba como un delicioso manjar listo para ser devorado por sus propios oídos, y posteriormente por los oídos de los amantes de la música -y por las vacas- hasta el presente.

Por otro lado, no creo que las vacas sean capaces de dar más leche escuchando a Beethoven y no le recomendaría a ninguna madre poner a sus hijos a dormir con la quinta sinfonía. Pero si algún día usted desea que su alma se revuelque y marche desde la tragedia hasta el éxtasis sublime, solo tiene que escuchar el segundo movimiento de la séptima sinfonía.

No hay manera de afirmar quién es mejor; cada obra es para momentos, estados de animo y quizás para etapas diferentes de la vida.

Lo hermoso es presenciar el contraste de cómo estos genios daban nacimiento a sus obras: uno desde la fluidez y la conexión con algo que él consideraba divino; el otro desde el dolor y la pasión humanas; desde la lucha fervorosa con sus demonios personales, que en momentos de misericordia transformaban su sufrimiento en magníficas sucesiones de notas que hasta el dia de hoy envuelven los oídos, las mentes y los corazones de millones.

Bien sea que nuestro proceso creativo se manifieste mozartiana o beethovenianamente; con gracia y elegancia sin esfuerzo o con sudor y sangre; lo importante es reconocer nuestro papel como canales de algo que va más allá de nosotros mismos. No es relevante hacerse acreedor absoluto del éxito de una obra. Ni darse golpes de pecho si resulta un fracaso. Lo primordial es saber reconocer cómo la actividad musical nos ha escogido como sus padres y madres, y respetar esa decisión.